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Cuando nace un niño varón, sus padres pueden pensar que Dios pone también en el mundo una niña mujer que un día habrá de ser su

esposa, y que los hace el uno para el otro. Dios mismo sabrá hacer las cosas para que el uno y el otro terminen encontrándose. Es un misterio de la naturaleza que prácticamente vengan a la vida el mismo número de hombres que de mujeres; y que ello resulta no de los que nacen de una pareja, sino de los que nacen de tal multitud de parejas, como si alguien los barajase con su mano de mago para que acabaran así. Y al encontrarse, ven estar hechos el uno para el otro; eso es el enamoramiento.

 

Cuando por fin se encuentran aquellos dos a quienes Dios sí había creado el uno para el otro, ambos experimentan ese flujo magnético especial de atracción que les hace exclamar, sin pronunciar acaso las palabras: «esto es distinto», como Adán al ver a Eva en el Paraíso por primera vez. No es la belleza del rostro ni algo «razonable» lo que les atrae tan especialmente. Es algo que los demás no perciben, quizás ellos mismos no sabrían precisar qué es lo que causa en ellos esa atracción tan única; y tan distinta de cualquiera que hayan podido sentir frente a otra persona. Eso es el «enamoramiento».

Es todo un proceso. Primero lo sienten; después, más tarde, se lo declaran el uno al otro, continúan sintiéndolo; y cuando habiéndose conocido más y más en un trato asiduo, llegan al convencimiento de que Dios efectivamente los ha hecho el uno para el otro, terminan casándose. Si como creyentes entienden que todo ello es en realidad una «cosa de Dios», se unirán en matrimonio comprometiéndose no ante cualquiera, sino ante Dios y con su bendición; ante los creyentes como ellos haciendo de testigos, y buscando su apoyo y compañía; presidiéndolo el sacerdote en nombre del Señor.

Lo mejor que ellos pueden desearse, o que les puedan desear sus padres y cuántos están presentes allí, es lo que les desea Dios, no lo dudemos: que durante todos los días de su vida en matrimonio recuerden el enamoramiento con el que se casaron, y que trabajen por enamorarse cada día de modo parecido a como entonces lo estaban. Cosa que no se logra sin hacer cada día el esfuerzo necesario, pero consciente, para conseguirlo.

El deseo de ellos y de todos es, en realidad, que sean siempre muy felices; sabiendo que esa felicidad que ahora se les desea solamente llegará a ser una maravillosa realidad, y no un fugaz buen deseo, si son capaces de vivir siempre tan enamorados como cuando se casan. El enamoramiento es para siempre. Como ha de serlo un amor de pareja en el matrimonio.

 

Además de la atracción especial, y el sentirla como cosa de Dios, en el amor entra en juego un factor muy importante: es la voluntad de ambos, ese querer que pone la decisión de amarse con el amor distinto y único que vale para el matrimonio, y que da la fidelidad para toda una vida, excluyendo de ese amor a las demás personas. Es decidir tenerse el amor que los hará felices a ellos y a los hijos que puedan nacer de tal amor. Y hacer diaria esa decisión.

Insistamos en ello: su vida en matrimonio será feliz y estable si cada día siguen enamorándose activamente con el mismo amor con el que se casaron. Cultivando la misma atracción especial, y la misma decisión de amarse; en los días claros o en las tormentas, en las situaciones prósperas o en las de adversidad, en la salud y en la enfermedad, aun en las fricciones; y no sólo «hasta el final de la vida», sino «todos los días de su vida».

Amándose, dice San Pablo a los Efesios (Ef 5), «como Cristo ama a su Iglesia»: dando la vida por ella, para hacérsela como él la quiere tener y es él quien tiene que hacérsela así, digna de su enamoramiento, pura y hermosa; lavándola él con el agua de la palabra para hacérsela limpia e inmaculada, y con la fe que el uno en el otro puedan alimentar cada día. Dándose vida mutuamente con ese amor verdadero de enamoramiento. Si cada uno hallare en el otro algo digno de reproche, en lugar de hacerlo causa de desamor, debe hacerlo motivo para amarse mejor.

Jesucristo es Dios que vino desde el cielo a la tierra para hacer con los hombres una Nueva Alianza; porque nos amaba tanto como para venir y hacernos íntimamente suyos, su Iglesia, a la que tomase como su Esposa con el enamoramiento de verdadero Esposo. Pero no cuando nosotros éramos buenos, hermosos, dignos de ese enamoramiento de Dios; sino cuando éramos pecadores, dignos de la ira divina, dignos de su rechazo. Sería El quien nos haría justos con la misma justicia suya, haciendo de él todo lo nuestro, aunque le costase la vida y el precio de su sangre.

 

Es lo que pondera el mismo Pablo en su Carta a los Romanos, y exclama admirado: « ¡Con cuánta más razón, pues, hechos justos ahora al precio de su sangre, seremos salvos de su aversión! » (Rm 5,9) y, perdonándonos, se enamorará cada día más de nosotros. Ese es el amor, nos dice, con el que nosotros tenemos que amar, ya que el Espíritu Santo nos da tal amor divino habiendo venido a morar en nosotros (Rm 5,5). Y ese, nos dice, es el amor con el que deben amarse los esposos que se unieron ante Dios porque creían en Cristo su Hijo y lo que en él nos ama.

Quienes nos hemos hecho de Cristo no podemos amar con cualquier manera de atracción que por ahí se la llame amor; sino como Dios nos ama. Cada uno es carne con la que Dios ama como Esposo; y es carne a la que Dios ama como a esposa suya. En el matrimonio cristiano, cada uno debe ser el corazón con el que Dios ama al otro cónyuge.

 

Cortesía: Formación Pastoral.