MINISTERIOS PALABRA EN ACCIÓN 

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Como Pastores recibimos invitaciones a otras iglesias para predicar o dar una breve reflexión a pastores y líderes. Me pregunté varias veces qué podía decirles en esos minutos que expresara mi corazón y que quedara plasmado en sus vidas, algo que realmente nos llevara, tanto a ellos como a mí, a la reflexión. La frase que resonaba en mis oídos era “Lo que callamos los pastores” pero no era precisamente esa serie televisiva con título similar en la que quería que pensaran, entonces el título que elegí fue “Lo que no hablamos los pastores”.

Los pastores hablamos de nuestros éxitos, de eventos, de grandes planes, de nuestra iglesia, de asistencias, de reuniones, de miembros, de equipos y hasta de sillas. Sin embargo, nos cuesta mucho hablar de otros temas que nos tienen mal y que nos abruman en gran manera.

Los pastores no hablamos de nuestras batallas personales, de nuestros dolores del alma, de nuestras necesidades, de las presiones que tenemos, de las crisis que enfrentamos en la familia.

 

No hablamos de la depresión que podemos estar atravesando, no hablamos de las frustraciones, de los problemas de carácter, de las adicciones, perdón… ¿leí bien? ¿adicciones? Sí, adicciones, también decepciones, de lo apagados, consumidos o quemados que nos podemos estar sintiendo.

 

¿Por qué no lo hablamos?

La pregunta es ¿Por qué no lo hablamos?

Porque no nos gusta ser vulnerables, porque pensamos que no tenemos a nadie que nos pueda entender o nadie con quien hablar, porque en nuestra “cultura pastoral” no se hablan de esas cosas, por miedo a qué van a pensar, porque no somos intencionales en cuidar de todo nuestro ser, cuerpo, alma y espíritu. O tan simplemente porque somos pastores y hay que hablar de las cosas del espíritu, no dándonos cuenta que si solo hacemos énfasis en una parte de nuestro ser creamos cierto desbalance en nuestra vida.

Lo más probable es que no hablamos porque no consideramos que necesitamos ayuda.

En la época de mayor sequía y cansancio en mi vida, donde me sentía drenada, frustrada, desanimada y muy decepcionada, el Señor me llevó a Mateo 11:28-30:

Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados que yo los haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallareis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil y ligera mi carga.

 

Mansedumbre no es debilidad.

Me pregunté cuantas veces había leído este este pasaje de las Escrituras y había hecho una oración entregándole mis cargas. Pero esta vez era diferente, las palabras que resaltaban eran “manso y humilde”, ¿qué significaban esas palabras que había leído tantas veces?

Manso es tan diferente a debilidad. Es sencillez, es opuesto a la soberbia, el orgullo, la vanidad, la rebeldía. Humildad no es acaso esa virtud de reconocer nuestras propias limitaciones, flaquezas y debilidades, lo opuesto a la arrogancia, autosuficiencia e inconformismo. Si mencionamos tan solo la autosuficiencia, el no necesitar ayuda, el “yo puedo”, ¡qué lejos estamos de la mansedumbre y la humildad que menciona Jesús y que nos lleva a su descanso!

Necesitamos hacer cambios, necesitamos buscar ayuda, necesitamos renovar nuestra manera de pensar. No queremos ser parte de las estadísticas, de todos los que dejan el ministerio, de los que sufren depresión, de los que se sienten completamente solos. Hablemos de restauración y también busquemos nosotros restauración.

Hablemos de sanidad y nosotros mismos busquemos salud en todo el sentido de la palabra, tanto física, emocional, mental y no solo espiritual.

 

Cortesía: Conexión Pastoral.